EN EL INFIERNO
Aquella noche las réplicas del terremoto de Haití no me dejaron dormir. Mi conciencia se balanceaba de un lado a otro, como si el mismísimo Belcebú quisiera ponerme a las puertas de la ciudad de Dite para que contemplara la crudeza de los Infiernos.Entre las tinieblas del mal sueño, escuché un estruendo atroz. La biblioteca se me vino encima, los muebles se fueron hacia un lado y las paredes empezaron a resquebrajarse. El techo se deshizo en miles de pedazos, mis niñas lloraban y mi chica corría por la casa con el rostro desencajado.
Minutos después ya todo daba igual. El horror se había apoderado de la ciudad. Por el barrio empecé a contemplar coches despedazados, casas derruidas, escapes de gas, fuego, humo... Decenas de cuerpos asomaban entre las montañas de cemento. Ojos en blanco. Vidas sin vida.
Como un superviviente del naufragio, deambulé entre la catástrofe y me fui reencontrando con esas imágenes que durante el día anterior habían martilleado mi mente.
Las trincheras de cadáveres mutilados que dibujaban el horizonte de Puerto Príncipe, ahora ocultaban rostros que me parecían cercanos. Escuchaba voces que me eran familiares y el paisaje que antes fue lejano se convertía en algo muy próximo.
Comprendí, entonces, que el cuerpo sepultado de aquel haitiano era el de mi hermano. El de una persona como tú y como yo, con su familia y sus anhelos, al que el infortunio había devorado.
Cuando amaneció, ni yo, ni mis demonios habíamos pegado ojo. En la radio seguían haciendo recuentos de la desolación. Cada vez más números y menos nombres. Todos sabíamos que en cuestión de días el horror de Haití se iba a ir por el desagüe del olvido.
Puerto Príncipe y los suyos volverán a quedar sepultados en el vertedero de la ignorancia. Viviendo, como antes, en ese sumidero humano que los que nos creemos amos del mundo hemos construido para mayor gloria de nuestro bienestar.
Ante esta morgue conmovedora, sólo puedo enviarte que mis besos. Tan amargos y tristes como el cielo amoratado del Haití devastado.